En 1984 el disco de Pince "Purple Rain" se convirtió en toda una sensación, obteniendo a la vez un Grammy y un Óscar a la mejor adaptación musical. Tipper Gore, esposa del entonces senador por el Estado de Tennessee Al Gore, compró el disco de moda y se lo llevó a casa. Lo colocó en su tocadiscos y lo hizo sonar alegremente, delante de sus tres hijos, el mayor de los cuales tenía tan sólo once años.
De pronto sonó la canción "Darling Nikki". En una de sus estrofas se hablaba explícitamente de una mujer que se estaba masturbando con una revista. Tipper Gore quedó escandalizada, pero su estupor se acrecentó cuando, para comprobar si aquella melodía representaba un caso aislado en el panorama musical, sintonizó la MTV y se percató de que, lejos de ser así, muchos otros temas adolecían de idénticas connotaciones sexuales.
Quizás Tipper Gore tendría que haberse documentado antes de reproducir el disco ante su prole. El LP era la banda sonora de la película del mismo nombre, que había sido calificada apta sólo para mayores de trece años. Si la película no era adecuada para sus hijos, ¿qué le hacía pensar que las sintonías del filme no contendrían también referencias inapropiadas para ellos? Pero, lejos de entonar el "mea culpa", la atribulada madre decidió que sólo había un responsable de que sus hijos hubiesen oído aquellas letras: Prince y la industria musical.
No le faltó tiempo para telefonear a su amiga Susan Baker, a la sazón cónyuge del Secretario del Tesoro de los Estados Unidos, James Baker, y madre de ocho retoños. La señora Gore le transmitió sus inquietudes y ambas decidieron recurrir a sus contactos para protestar contra lo que consideraban una deriva obscena de la industria musical. Y así nació el "Centro de Recursos Musicales para Padres", una asociación encaminada a concienciar a los progenitores de los riesgos que las canciones contemporáneas representaban para sus hijos.
Como primera medida, redactaron una carta de protesta, dirigida a la industria musical, y que lograron que firmaran artistas muy influyentes, como Paul MacCartney o Mike Love (uno de los fundadores de los "Beach Boys"). En la carta se incluía una lista de lo que se conocería como "las quince sucias", a saber, quince canciones que la asociación consideraba inadmisibles por ensalzar el consumo de alcohol y drogas, contener mensajes violentos u ocultistas y, sobre todo, por incluir referencias sexuales. Entre los señalados se hallaban artistas tan conocidos como Judas Priest y Cindy Lauper, y grupos como AC/DC. Aparte, claro está, de Prince, que a fin de cuentas había sido quien había activado la iniciativa.
La asociación no se detuvo ahí, sino que se dirigió a la Industria de Grabaciones de Norteamérica con una serie de exigencias bastante leoninas que incluían, por ejemplo, que las letras de las canciones debían hallarse impresas en las portadas de los discos para que pudieran ser supervisadas por los padres; también se solicitaba que las carátulas de los vinilos que contuviesen imágenes obscenas no se hallasen expuestas a los clientes y, sobre todo, se reclamaba un sistema de clasificación por edades para la música, similar al que había impuesto el "Código Hays" en la industria cinematográfica.
La Industria de Grabaciones de Norteamérica sólo asumió esta última demanda, ofreciéndose a exigir a las compañías discográficas que colocasen en las portadas una advertencia, en caso de que las melodías de un disco tuviesen un contenido inadecuado. Pero la respuesta llegó demasiado tarde y, además, resultaba insuficiente para los objetivos del "Centro de Recursos Musicales para Padres", que dio un nuevo paso en su cruzada.
Aprovechándose descaradamente de la posición institucional de sus maridos, Tipper Gore y Susan Baker lograron que se crease en el Senado una Comisión de investigación sobre el panorama musical; comisión en la que ¡cómo no! figuraba el propio Al Gore.
Las distinguidas damas participaron en las sesiones como testigos cualificados, y en apoyo de sus demandas también comparecieron dos especialistas en psicología. Los argumentos que esgrimieron resultaban recurrentes en todas las campañas orquestadas en Estados Unidos contra cualquier medio de entretenimiento (cine, radio, televisión, cómics...): el contenido objetable incentivaba la imitación, de modo que la música se hallaba directamente relacionada con el incremento de violencia juvenil, las altas tasas de embarazos adolescentes e, incluso, con la criminalidad sexual perpetrada por jóvenes. Por supuesto, todo ello lanzado al aire sin ningún tipo de dato estadístico, ni apoyado en sentencias judiciales que hubiesen demostrado aquella relación de causalidad. Admitir tales afirmaciones representaba un puro acto de fe.
Entre los defensores de la industria discográfica el más incisivo fue, sin duda, Frank Zappa, cuya agudeza puso contra las cuerdas a los miembros de la comisión, que demostraron ser incapaces de rebatir sus argumentos.
Para Zappa las pretensiones del "Centro de Recursos Musicales para Padres" resultaban absurdas y evidenciaban un palmario desconocimiento del panorama musical. Por una parte, criminalizaban a toda una industria (o, por mejor decir, a la de rock y pop) por lo que hacían unos pocos. Por otra, atribuían a los músicos y compañías discográficas una responsabilidad que debía corresponderle a los progenitores, que eran quienes debían procurar que los temas que escuchasen sus hijos resultasen adecuados para ellos.
Las medidas que se proponían resultaban igual de ridículas. Imprimir en las portadas de los discos las letras presentaba dos problemas: uno de propiedad intelectual, ya que las casas discográficas no eran dueñas de esas letras, de modo que sólo podían imprimirlas con expreso consentimiento de los artistas; y otro de carácter técnico: ¿cómo iban a caber en la portada de los discos todas las letras de sus respectivas canciones?
Por lo que se refiere a la indicación en portada de que las melodías eran inadecuadas, la idea obviaba que un órgano central (como el previsto en el código Hays para el cine) no podría asumir tal cometido, ya que anualmente en Estados Unidos se producían 25.000 canciones. Revisarlas todas era imposible. Así que al final tendría que ser cada empresa la que se encargase de ello. Pero, aun así, ¿cómo determinar qué era o no objetable? Si un artista lo era, por ejemplo, por su conducta durante los conciertos, ¿quién era el que debía considerarse "no apto para menores"? ¿Ese intérprete o todo el grupo? Por si fuera poco, con tal medida se acabaría por estigmatizar a los propios artistas: si una película era "no apta", los actores no sufrían por esa calificación, pero si una canción se consideraba inadecuada era su autor e intérprete quien resultaba definitivamente señalado.
En su irritación, Zappa tildó la campaña de un mero pasatiempos que habían asumido unas damas ociosas de la burguesía de Washington. Aunque no las culpó sólo a ellas. Con razón, lanzó sus dardos contra otros dos objetivos. En primer lugar, contra la Industria de Grabaciones de Norteamérica, que parecía temerosa de la cruzada emprendida y estaba dispuesta a claudicar. La razón era que, justo en ese momento, se iba a empezar a debatir en el Congreso de los Estados Unidos una ley que pretendía imponer tasas para la producción de cintas vírgenes. La industria musical consideraba muy necesaria esa ley, puesto que las grabaciones "pirata" de los discos les estaban causando un notable perjuicio económico. ¡Y resulta que varios senadores presentes en la comisión eran también responsables de aprobar esa ley!
Y ese fue el segundo objetivo crítico de Zappa: ¿cómo era posible que Al Gore no se abstuviese ante todos los conflictos de intereses que pesaban sobre él como una losa? Su esposa era la promotora de la iniciativa que se estaba debatiendo, pero, además, el propio Gore era uno de los senadores que formaban parte también de la comisión que analizaría la ley sobre cintas vírgenes. Su presencia en la institución parlamentaria que estaba discutiendo sobre la industria muscial era, por tanto, intimidante, ya que parecía decir "o aceptas las limitaciones que te exigimos contra la música reprobable, o nos tendrás en contra en la tramitación de la ley antipiratería".
Al final, como sucedió también con el cine y los cómics, la amenaza de que la Federación intervendría si la industria no se autorregulaba acabó por obligar a las compañías musicales a acceder al menos a la demanda de que en las portadas figurase una etiqueta de advertencia para los padres si había "contenido explícito" en el disco. Otras pretensiones no llegaron a cuajar, pero no por ello la música resultó beneficiada, ya que tanto la censura social como la institucional acabaron imponiendo su propia ley. Así, muchas estaciones de radio se negaron a emitir canciones con letras subidas de tono, e incluso redactaron códigos internos que en realidad respondían a las meras preferencias de los dueños de las emisoras. Canales televisivos como la MTV hicieron otro tanto, y por su parte numerosas tiendas de discos rechazaron vender LPs con portadas sexualmente explícitas. A su vez, las autoridades locales y estatales adoptaron medidas arbitrarias por las que prohibían la venta de discos o la organización de espectáculos de grupos catalogados como conflictivos, llegándose incluso a practicar arrestos.
Al la postre, Tipper Gore, valiéndose de su parentesco con un senador de los Estados Unidos, se salió con la suya de un modo u otro.
Para saber más:
Los debates de las sesiones de la comisión, así como numeroso material que empleó como prueba, pueden leerse en Congress of the United States: Record labeling: Hearing before the Committee on Commerce, Science, and Transportation, United States Senate, Ninety-ninth Congress, first session, on contents of music and the lyrics of records, September 19, 1985, United States Government Printing Office, Washington, 1986
El relato de los hechos que condujeron a la formación de la comisión se hallan magníficamente expuestos en Eric D. Nuzum: Parental Advisory: Music Censorship in America, Harper Collins, New York, 2009.
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